Bunbury desmontó el circo.
Y no porque los enanos le hubiesen crecido. Más bien le estaba ocurriendo todo
lo contrario: las pulgas se iban amaestrando solas. La cancelación repentina de
la gira de su disco en directo Freak Show en el verano de 2005 fue un
golpe para los incondicionales. ¿Dónde se escondió el artista? Si hacemos caso
al enigma propuesto en Viaje a ninguna parte obtendremos la respuesta en
el mismo título. Y es que Bunbury se había labrado él solito, sin ayuda, un
particular camino hacia el abismo desde hacía casi diez años. Rebobinemos
brevemente: con Radical Sonora (1997) sorprendió a propios y extraños
proponiendo un cambio extremo de vestuario, estilo y filosofía de vida respecto
a Héroes del Silencio; con Pequeño (1999) hizo que hasta nuestras
abuelas pudieran escuchar rock contemporáneo cantado en español y también
consiguió que los amantes de la música no pronunciásemos el explotadísimo
adjetivo ‘latino’ sin que se nos cayera la cara de vergüenza; con Flamingos
(2002) demostró que desde la música popular aún podían dinamitarse convenciones
estéticas y mirar hacia Latinoamérica con la cabeza bien alta, sin provocar
pena, sin insistir en el victimismo de los epígonos de Manu Chao.
Aunque parezca una
contradicción, Viaje a ninguna parte no fue más que la parada en el
vértice del volcán de la creatividad. ¿Obra maestra o pérdida total de la
orientación? Con este músico uno se ve obligado a tomar posiciones de
inmediato. Yo creo que Bunbury se colocó, orgulloso, en la cima de su carrera.
Desde el inicio a la mexicana de ‘Que tengas suertecita’ hasta ese tango
esquizofrénico con tintes de vals vienés que es ‘Canto’ se exponía un rosario
de canciones en las que veneraba a juglares del fracaso como Dylan, Tom Waits o
Nick Cave (‘Los restos del naufragio’) porque padecía la resaca de amores y
celos nacidos en la noche tabernaria de ciudades sudamericanas que frecuentaba
(‘El rescate’, ‘Carmen Jones’, ‘En la pulpería de Lucita’, ‘Una canción
triste’, ‘No me llames cariño’, ‘La chica triste que te hacía reír’). Parecía
que la tristeza se apoderaba del ánimo de este tahúr cuando de repente se sacaba
un as de la manga y nos ponía a bailar a todos a ritmo de sonido dixieland en ‘Que no sepa tu mano
izquierda lo que hace la derecha’. Tanto la autocrítica como la crítica social
y política han sido inherentes al pentagrama de este cuerdo maquillado, de modo
que también las encontramos en temas como ‘La señorita hermafrodita’, ‘Adiós,
compañeros, adiós’ o ‘El aragonés errante’. Y en mitad de esta fiesta dispuso un
título de energía huracanada —nunca mejor dicho, a tenor de la banda que lo
acompañaba, El Huracán Ambulante— como es ‘Anidando liendres’; en él se juntaban
la fuerza del metal antiguo en el estribillo con la herencia actualizada de dos
continentes cargados de historia indígena y occidental. Aquí Bunbury destapa,
agita y derrocha la coctelera euro-americana: cabaret berlinés de entreguerras
a lo Kurt Weill, dolor del tanguista, tres caribeño, júbilo circense de la
factoría freak del cineasta Tod
Browning, vientos aztecas, violines pamperos, guitarras eléctricas… Fue el
grito de los raros, los marginados que ostentaban la corona. Se tuvieron que
disfrazar para conseguirla y obtuvieron los resultados esperados.
A pesar del anuncio de
despedida indefinida, el zaragozano siguió dándonos lecciones de teatro hecho
música en trabajos posteriores: Hellville de Luxe (2008), Las consecuencias (2010), Licenciado Cantinas (2011) y Palosanto (2013). Como se ve, la función
no acabó en Viaje a ninguna parte ni
acabará hasta que Bunbury exhale su último suspiro. Lo sabemos. Seguro que no.